martes, 9 de julio de 2013

Tragaluz

Una vez conocí una chica, la cual no olvidaré jamás.
Era ese tipo de personas que se quedan soldadas en tu cabeza.

 Ella tenía una vena peculiar y rara como ninguna, pero gastaba una sonrisa de esas que enganchan carcajadas infinitas. No la importaba las consecuencias y arriesgaba, se jugaba hasta la última carta aunque imaginase que iba a perder. Conocía el miedo, pero no la aterraba, sabía bien que ella lo vencería las veces que fueran falta. Poseía la virtud de creer en ella misma. Su mirada ejercía la magia poseedora del mago más sabio de cualquier mito urbano, y su melena la mecía el viento uniformemente hacia todas las direcciones. A veces coleccionaba caricias en una caja de cristal, después las miraba y se las ponía; la encantaba sentirse querida. Y vivía de la velocidad de un segundo, el 'ahora o nunca' tatuado en su momento. En cuanto a sus ilusiones, eran infinitas, naufragaban por cualquier mar en calma o en tempestad. 

Pero un día, mientras hacía la colada en su amplia terraza llamaron a la puerta con la armonía de cuando algo va mal. Sin imaginar quien podía ser, abrió la puerta de par en par, hasta el momento el peor error cometido por aquella ingenua chica. Entro, como entran las ráfagas de viento: la realidad. Fue un desfile inmenso, comenzaron a pasar la tristeza, la melancolía, la nostalgia y hasta se unió la soledad. Y mientras el ambiente se fue apoderando de una temperatura gélida, la dijeron: "hemos venido a ser tu día a día, bienvenida."

Aquella misma ráfaga en la que entraron fue la misma que cerró la puerta, de un portazo. 

Cuando volvieron a hablar con ella, su sonrisa solo era una mueca, que muy de vez en cuando quería arquear, su mirada perdida jamás yacía rostro de felicidad y sus pasos rápidos eran como de huida, en un esqueleto gobernado por unas ojeras nocturnas. Muchos intentaron preguntarla que qué pasaba, lo más asombroso y difícil es que ni ella lo sabía. Lo único con certeza que afirmaba es que la soledad era su fiel compañera, nunca la dejaba ni un momento a solas. 

Qué paradójico y fúnebre fue eso.

Necesitaba volver a encontrarse, pero desconocía el modo. Cada noche inventaba mil fórmulas, pero las mañanas de enfrentarse a la rutina la dejaban sin fuerzas. Y volvía el ciclo de la pena y la depositaban en una isla desierta.

"¿Qué fue de ella?"

Se preguntaron cada día todos aquellos que conocieron un día su sonrisa.

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