martes, 17 de septiembre de 2013

El diminutivo de poeta es poe, como Edgar

Yo era una mindundi pasajera de trenes, de esas que llevan en la mano un libro por defecto. Entre estación y estación, detenía la lectura para echar un vistazo a todos los transeúntes novatos que se unían al viaje rutinario de volver a ningún lugar, una excusa macabra para no quedarme en casa. Todos tenemos terror infranqueable a estar a solas con nosotros mismos. Iba hacia cualquier parte, porque por más que lo intentaba allá donde me bajara no podía huir aún de mí. En los buenos y malos momentos me acompañaba. Qué compañía más amarga, la verdad.  





Una vez alguien se atrevió a creer en mí. Como si fuera una clase de Dios o algo así. Yo qué sé. A partir de ese momento comprendí que creer es la única manera de crear la vida. De encontrar el destino del viaje o al menos el rumbo, sin tener que mirar el plano tres veces por segundo. También es otra forma desgraciada de perder, porque cuando apuestas sólo barajas dos opciones: ganar o perder. Pero jamás, reitero jamás, te quedas igual. 


A mi obsoleta soledad le empezó a latir profundamente arte, con tantísima fuerza que lo escuchaba noche y día la poesía, hasta tal punto que se hicieron amigas. 

 

Mundos frágiles a todo trapo.  
Ya sabéis. 
Morir por morir, pero de vivir nos ausentamos.  


Contaré también que he conocido personas más rotas que muchos zapatos, llenos de agujeros que les hacía vaciarse por dentro. Muchas veces la vejez no nos la implanta los años si no los daños. He visto sonrisas enfurecidas porque lágrimas ya hay muchas. He oído sonidos en la calle que tienen más armonía que los de muchos estadios rebosantes. Pero al fin y al cabo, todo aquello es el cálculo de un día sin sueño, un matiz de olvidar porque caminamos sin nadie a nuestro lado; dividir el pretérito pluscuamperfecto entre verbos que casi siempre solo hacen función de pasado.


Creyeron en mí, 
y a falta de fe, 
resucité,
lo que todavía no sé
es por qué.

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