martes, 17 de diciembre de 2013

19 de diciembre (Reflejos I)

Al salir del tren lo comprendí. Durante todo el día, desde que me había levantado, la gente me había estado mirando como si fuera especial. Como si fuese alguien. Cuando salí de la habitación tan sólo escuché a mi madre exclamar. -¡Felicidades!- Decía mi madre. Claro, era mi cumpleaños.
Al llegar a la estación de tren, todo el mundo me miraba de la misma manera. Empezaba a resultarme tenebroso, grotesco. La misma cara en todas y cada una de las personas que me cruzaba. Bajando las escaleras mecánicas y escuchando música distraído, me choqué con el anciano cuerpo de una señora de unos 80 años. Ella, que iba con garrota, continuó su marcha como si nada. Como si no me hubiera visto. Pero su cara cambió por la típica cara con la que me miraba la gente un día como aquél.
-¡Espere!- Exclamé. -¿Tiene hora? Siento lo del golpe. Ya sabe, las nuevas tecnologías nos traen tontos a las nuevas generaciones...- Dije.
-Lo siento, pero no puedo hablar- Musitó. -La verdad es que nadie debería hablarte- Anunciaba la anciana mientras, sin girarse, continuaba todo recto en el andén.
Al oírla me quedé pasmado. No comprendía con exactitud lo que querían decirme sus palabras. Sin embargo, una eterna duda me asaltó: ¿qué le pasaba a la gente en un día como aquél?
Un enorme estruendo resquebrajó la estación de mi barrio. Era el tren que, tan puntual como siempre, efectuaba parada en el andén número 3. Me subí al tren con un detenimiento categórico de una persona en mi estado, en un estado de temor que te provoca hasta tiritar, y me senté yo solo en un asiento que daba a la ventana. Diciembre tenía un aspecto bastante peculiar este año, pues el cielo estaba totalmente despejado pero adquiría unas tonalidades grises dependiendo de dónde se mirase gracias a la contaminación.
El tren entró al túnel que conectaba una estación con otra en torno a las 12:55. La oscuridad nos sumió a todos de tal forma que sólo nos alumbraba los fluorescentes enfermizos del techo del vagón. En tal oscuridad, los cristales de las ventanas ya no eran cristales, sino espejos, lo que permitía a los más presumidos retocar sus peinados. El problema viene en que yo era uno de esos presumidos. Al mirarme en los espejos recién convertidos fue cuando lo comprendí todo. Mi cumpleaños no era hoy. Hoy era el día de mi muerte. Soy un cadáver.

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